El segundo largometraje dirigido por Tarkovski vuelve a mostrar, tras La infancia de Iván, y ahora de un modo aún más evidente, su incontestable y personalísimo estilo y maestría en la concepción y dirección de la puesta en escena. Armoniza de un modo fascinante el misterio con la grandiosidad, la poética con la interiorización, la contemplación con la elocuencia, la complejidad con la sencillez. Observar detenidamente su planificación de encuadres y movimientos de cámara, la ordenación de elementos escénicos en el campo visual, y, muy especialmente, la construcción de la banda sonora, es toda una lección de cine en cada una de sus películas, y especialmente en esta, por su notable dificultad. También merece especial atención la fotografía, a cargo de Vadim Yúsov, colaborador habitual de Tarkovski en sus primeras películas. Las interpretaciones de los actores, los silencios, la presencia expresiva, visual y sonora, de la naturaleza (animales, árboles, espacios, elementos, fenómenos atmosféricos), los materiales simbólicos, y, en general, todos los recursos con los que se despliega la inmensa potencia del arte cinematográfico, confluyen aquí en un orden rítmico fascinante, cercano a la concepción de las composiciones musicales.

Un ejemplo más de lo comentado anteriormente. En este caso, hay que destacar muy especialmente la coreografía de la cámara con los actores y figurantes en un decorado especialmente complejo. También, de nuevo, la banda sonora. Y, como es habitual en toda la cinematografía de Tarkovski, el ritmo, "el elemento decisivo, el que otorga la forma en el cine", según él mismo afirmaba en su libro Esculpir el tiempo, malamente traducido aquí como Esculpir en el tiempo.